Por Manuel Fernando López.
¿Cómo escribirlo?
Quizá solo quede rezar aquello de “…no me mueve mi Dios para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni el infierno tan temido, ¡mueve mi Dios, el verte en la cruz escarnecido…!”
Pero en El Pitillal, en su modesta capilla, el Cristo de su altar, tan cerca y tan lejos de las playas, donde se rinde culto a Baco, a Dionisio, el dios pagano del placer carnal, no luce escarnecido, no; el Cordero tras vencer a la Muerte y a Satán, luce en poderosa, en magnificente ascensión hacia el reino de su padre.
Contemplarlo de lejos admira, pero hacerlo de cerca, desde su pedestal, empequeñece, estruja, acongoja el alma, el espíritu, quizás porque sus ojos, a diferencia de los de la cruz, con todo y su dolor lo miran a uno; pero este, de madera, no lo hace, ya se va.
El cielo y la tierra, el paraíso y el infierno, el dolor que santifica y, el placer mundano que esclaviza y corta las alas, mata el alma.
Manos indígenas que a modo de Miguel Ángel con su David de cinco metros en mármol, lo esculpieron en madera, la misma que el carpintero moldeara con sus generosas manos, consciente del horror y la gloria por venir.
Y la misma ¡oh paradoja! donde lo crucificaron, donde sus huesos fueron quebrados y desde la cual sus brazos se extendieron abrazando en su espantosa agonía a la humanidad.
Pero en El Pitillal, el Cristo, tu Cristo, nuestro Cristo no luce escarnecido, sino en poderosa ascensión en madera, la madera que sus manos de carpintero tallaron y sobre la cual sus treinta y tres años fueron a acostarse firmando con sangre la historia, en antes y después.