Arturo Soto. 02/Diciembre/2011. Como bateador era malísimo. Usaba espejuelos y no le pegaba a la bola ni con una guitarra. Pero corría como diablo el jardín izquierdo, y eso lo mantenía en el cuadro.
Jugaba en un equipo de béisbol que patrocinaban entre los jugadores y el dueño de unos almacenes, un hebreo, percusor lejano del multimillonario negocio del deporte y la publicidad.
“Tuvimos que hacer una ponina, para comprar los uniformes, rifamos una cámara fotográfica; el dueño de los almacenes dio una parte y nosotros la otra, para comprar la cámara”.
Su velocidad de piernas también fue aprovechada en un equipo de fútbol americano devorando yardas por la lateral izquierda.
Y hasta la fecha.
Ser de izquierda le viene, según don Carlos, en los genes. Su padre fue el creador de las primeras cooperativas después de la caída de Machado y el arribo de Batista en 1940, quien lo persiguió para deportarlo a España.
Don Carlos fue un niño que creció con la zozobra de ver a su padre a salto de mata, huyendo del gobierno de Machado, de Batista, de Prío Socarrás y nuevamente de Batista.
En su velocidad de piernas, quizá resida el motivo por el cual con sus 74 años, Carlos Gil está en una mecedora del porche de su casa en el barrio La Víbora, atizando los recuerdos en el cuenco de una pipa de madera preciosa.
Porque se escapó de muchos tiroteos en aquellos violentos años terminales del régimen de Batista, cuando era común encontrar jóvenes medio muertos o muertos del todo, a manos de la policía, el ejército y los paramilitares.“Sí, sí… eran tiempos violentos, había manifestaciones, tiros, golpes, broncas con la policía… yo tuve que correr bastante, sí, sí, sí, porque salir de un tiroteo de estos no era fácil”, dice entre risas.
La mirada de don Carlos es azul y clara, mansa como las aguas del Caribe. Pero en las pocas veces que se encabrona, hay que decretar al menos, alerta naranja.
“Se pone bravo”, dice Marcolfa, una matrona morena de risa fácil y batas vaporosas, que va y viene por la casa, saludándose a gritos con un perico cuya identidad sexual desconoce, pero no le interesa averiguarlo y en vía de mientras ya bautizó como La Coty.
A la Marcolfa, como le llaman, nomás le falta levantar molleras y curar empachos. Hace casi todo: ordena, sirve, cambia divisa, marca el teléfono, contesta llamadas, supervisa limpieza, hace reservaciones y hasta advertencias sanitarias y de seguridad: “Si te vas a traer a una cubana al cuarto, me avisas antes”.
Esta entrevista comenzó caminando por las calles semioscuras de La Víbora, con un viejito trotador que responde con monosílabos y frases cortas a las preguntas de su huésped, a quien ve con rasgos de potencial agente de la CIA.
Don Carlos es teniente coronel retirado y miembro del Partido Comunista desde hace 50 años. Pertenece al Comité de Defensa de la Revolución (CDR), y como tal le corresponde hacer un rondín de vigilancia, a las 12 de la noche, una vez al mes, por varias cuadras alrededor de la suya.
En una esquina, lo espera otro vecino con el reporte: sin novedad; hay una fiesta en la esquina, pero todo está tranquilo.
En otra esquina, el vecino que debería estar de guardia, no apareció. Don Carlos masculla algo y hace anotaciones en su libreta.
El matrimonio de Carlos y Marcolfa data de hace 50 años, y desde hace algunos, ofrecen servicio de hospedaje y alimentación para turistas, en una casa que ocupan desde que el Estado la expropió a un joyero hoy radicado en Miami, tras el triunfo de la revolución.
A sus 74 años, don Carlos se pone serio cuando asegura que vivirá 140 -ni uno más, ni uno menos-. Y luego arquea la espalda sobre la poltrona, echa la cabeza hacia atrás y deja salir las carcajadas, entre convulsiones del dorso desnudo y lleno de pelos blancos.
“Soy un niño de siete años, apenas”, continúa entre risas.
La noticia de que Fulgencio Batista había huido, la escuchó en la radio una mañana y fue tomada como la señal que congregó en la Universidad a todos los estudiantes que desde 1956, habían paralizado las labores.
Don Carlos es un tipo divertido. Sigue impartiendo cátedra en la escuela de Ingeniería Civil de la Universidad de La Habana, donde él concluyó sus estudios, casi al mismo tiempo en que los barbudos desembarcaron del Granma aquel 1 de enero de 1959.
Con su tesis de grado lista, Don Carlos fue de los estudiantes que paralizaron la universidad durante tres años, de 1956 a 1959.
Esas fechas lo tomaron al frente de una cuadrilla de trabajadores de la construcción, unos negros altos y musculosos que profesaban la religión Yoruba, y que lo obedecían casi con veneración, porque aseguraban que el joven rubio de ojos azules que los mandaba, era hijo de una de sus diosas.
A don Carlos no lo incomodaba mucho la idea de que los negros vieran en su árbol genealógico a una deidad pagana, si eso significaba que el trabajo se hiciera bien.
El debate sobre religión lo tenía muy sin cuidado, considerando que de niño fue monaguillo en la iglesia católica; vivió en una casa de pentecosteses y fue becado por cristianos.
Todo, por conseguir una beca para mantenerse en la escuela, en aquellos años en que muy pocos cubanos iban a la escuela, pero los que cursaban una carrera universitaria eran un puñado.
El joven Carlos Gil era uno de ellos, y se mantuvo becado por instituciones religiosas diversas, y de haber contado sólo con los 15 centavos diarios que le daba su padre -para el transporte de ida y vuelta, y para una taza de café-, jamás se hubiera recibido de ingeniero civil.
A principios de los 70, fue enviado a República de Guinea, donde participó en la construcción de la red carretera y los aeropuertos de Kankan, Labé y Konakry.
Un mes y medio duró montado en un jeep, para hacer el estudio de la red vial completa de Guinea, y proponer una planeación que resolviera problemas de comunicación terrestre entre las principales ciudades de aquél país africano, donde más de cien profesionales y técnicos habilitados como soldados, constituían el primer producto de exportación postrevolucionaria.
Construyó fortificaciones militares en Guinea Bishop, otro de los países africanos cuyos movimientos de liberación fueron apoyados por el régimen de Castro, con mayor o menor suerte.
En La Habana, las manos de don Carlos estuvieron en la construcción del hotel Habana Libre, el Ministerio de Salud Pública y el Teatro Nacional.
La participación política comenzó a entenderla en la Universidad, a finales de los 50, cuando el tableteo de las ametralladoras se oía en la sierra, y en las ciudades la violencia se ensañaba con los jóvenes.
“Nuestra participación era exclusivamente estar en contra de toda la política corrupta que había, desde la época de Machado, pasando por Grau San Martín, Prío Socarrás”, y las tres épocas de Batista”
Fue una época bastante violenta, muy peligrosa para los jóvenes; no había que ser peludo ni universitario, bastaba con ser joven para que te acusaran de ser desafecto al régimen dictatorial… ni siquiera te acusaban de comunista. Ser joven era un peligro.
Y aquí los ojos de don Carlos ven a otra parte, a través del humo de su pipa, recordando citando por su nombre a varios amigos suyos, muertos a balazos o asesinados a golpes en las calles de la ciudad.
Milita en la izquierda desde las Organizaciones Integradas Revolucionarias, el Partido Unido de la Revolución y luego el Partido Comunista, del que ha sido Secretario de Núcleo y de Buró.
“Los años finales del gobierno de Batista fueron de mucha represión, muchos muertos en el último año, cada rato aparecía alguien muerto, golpeado en un lado”, dice muy serio, como dejando ir la memoria hasta las calles donde vivía, en el barrio obrero, y donde alguna vez se encontró a un joven al que la policía dio “una mano de palo”.
“Por ser joven, nada más, nada más… no tenía que ser ni peludo ni nada de eso”…
Don Carlos confía en la juventud cubana, que está tomando protagonismo de qué cosa es una revolución y cómo se tiene que seguir desarrollando, porque la revolución es un hecho que no puede pararse, tiene que seguir caminando, dice.
Recientemente, acudió a ofrecer una plática con jóvenes del preuniversitario, a nombre de la Asociación de Ex Combatientes, de la que también forma parte desde la primera de cinco medallas que se otorgan por cada cinco años de servicio, y que exhibe en un perchero en la cocina de su casa.
“Y lo que les dije a los muchachos es que nosotros hicimos algo, pero ellos tienen que seguir haciendo algo; les dije: no vine a hacerles un cuento de historia, lo único que les vengo a decir es que ellos tienen que hacer su historia”.
Permanece atento a las noticias en México.
“Estaba oyendo que desalojaron a palos y gases lacrimógenos, ahí en la capital, el desastre. La oligarquía tiene miedo de que realmente tome el poder alguien de izquierda en México, tiene un miedo tremendo y van a hacer lo imposible por que eso no ocurra, yo lo veo de esa forma”…
Por estos días, se ha dado a la tarea de terminar un libro “que no es una autobiografía”, sino “la historia de mi vida”, presume, con un juego de palabras que comprendí muchos días después de ver al teniente coronel guisando unos huevos como parte de las nuevas rutinas diarias que impone la administración de cuartos de alquiler en su casa.
Don Carlos sale a despedirme hasta el taxi. Se acerca sigilosamente a la ventanilla y en el adiós hace una sugerencia:
“Ya sé cómo le pongas a tu libro: Yo sí estuve en Cuba”, dice sonriendo.